La revolución contra los móviles
Ya no vemos las redes y los móviles con la mirada ingenua de antes. Sabemos de sus atractivos adictivos, pero también hemos descubierto que su consumo excesivo causa estragos.
Llevo un tiempo obsesionado con la idea de que no somos conscientes del impacto que causa en nosotros el abuso de las pantallas de los teléfonos móviles. Su magnitud es la propia de una pandemia y sus efectos son devastadores en múltiples aspectos. Hoy me quiero detener en uno de ellos, el que está devastando nuestra capacidad de concentración y destruyendo nuestra atención, porque vislumbro un fuerte cambio en la percepción que estamos teniendo sobre este problema que hasta ahora asomaba sólo por los bordes del debate público.
Gran parte de los niños y niñas de este planeta, los nacidos a partir del año 2.000, tienen móviles casi que desde que hicieron su primera comunión y desde los doce años tienen en sus manos un aparato que les ofrece de todo al alcance de un click gracias a los contenidos gratuitos que les ofrecen de forma constante las redes sociales a cambio de su tiempo y de sus datos más personales.
Esta tentación imposible de resistir les convierte, en muy pocos años, en adictos a las pantallas que pasan cuatro y cinco horas diarias delante de ellas, consumiendo contenidos exageradamente impropios para sus edades y destrozando sus incipientes capacidades críticas de comprensión, como sabe cualquier profesor de secundaria o de universidad que sea un poco honesto con lo que está observando estos años.
Pero, como te digo, se percibe un cambio que es fruto de un malestar digital que se extiende y que es fruto de la caída de un velo. Nos hemos dado cuenta de que el paraíso que nos prometían las tecnológicas a cambio de nuestros datos tiene un reverso tóxico que está reventando las habilidades críticas de los más jóvenes (y también de muchos mayores) y que nos obliga a pararnos a decidir cómo tiene que ser nuestra relación con las pantallas. Y, por esta razón, con mayor frecuencia, exigimos a las tecnológicas que sean más responsables si no quieren ser sancionados con la dureza que se merecen y le pedimos a las Administraciones que hagan algo, lo que sea, para mitigar esta plaga que ya es de todo menos silenciosa.
Quienes me conocéis, ya sabéis que no soy amigo de soluciones tan tajantes como imposibles. No soy un ludita enfurecido. Me gusta todo lo bueno que nos ofrece este mundo y ni por un segundo pensaría retirarme a un mundo ideal sin ruidos ni peligros digitales. Pero no puedo, como tú tampoco, mirar para otro lado, cuando veo lo que está pasando.
Por eso, reclamo una nueva relación con estas plataformas digitales que ya son más poderosas que los propios estados. Y, desde el pragmatismo, me sumo a todas esas voces de expertos que reclaman espacios físicos y horarios libres del teléfono móvil y de las pantallas (colegios e institutos y el mismo hogar) y quizás alguna medida más fuerte como la prohibición del uso del móvil a determinadas edades.
Esta guerra, porque es una guerra, sólo se ganará si tomamos conciencia de la fortaleza de esos enemigos nada imaginarios que son los dueños de las redes y plataformas que están ganando billones de dólares a cambio de hacer estragos en la salud mental de los más jóvenes.
¿Crees que exagero? Pues ponte en tu lista de lecturas alguna de las entrevistas que se están publicando con motivo de la frecuente edición de un libro del psicólogo Jonathan Haidt, ‘La generación ansiosa’. en el que nos reta a relacionar la eclosión de los móviles con el pavoroso ascenso de los problemas de salud entre los niños y niñas norteamericanos.
Cuando lo hayas hecho, pregúntate si algo mismo está pasando cerca tuya y si no hay que actuar antes de que este problema se nos escape aún más.