¿Quién decide qué es un pseudomedio?
No es el Gobierno el que, por intereses particulares, debe de ir quienes son los periodistas buenos y quiénes no merecen más que los definan despectivamente cómo pseudomedios
Os supongo informados de la cruzada emprendida por el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, contra lo que denomina como la máquina del fango, una trama en la que implica, según sus propias palabras, a pseudomedios de comunicación que desde posiciones derechistas y ultraderechistas estarían atacando a su familia para hacerle daño a él. Sánchez ya ha olvidado su retiro y amago de dimisión y ahora centra su eje de campaña en Cataluña en la denuncia de esta trama mediática, política y judicial que supuestamente conspira contra su Gobierno mediante la difusión de bulos y calumnias.
Le doy la razón a Pedro Sánchez en que existen los pseudomedios y existen los bulos y las infamias. Pero en lo que ya no puedo dársela es en cómo está abordando el asunto, pues está haciendo exactamente lo mismo que personajes como Donald Trump o Victor Orban, que es calificar de pseudomedios a las empresas periodísticas que publican informaciones contra él o contra personas de su entorno.
La desinformación es un problema global que se ha recrudecido con la eclosión de las redes sociales y requiere de una respuesta decidida de las Administraciones públicas, de los partidos políticos, de las plataformas tecnológicas en las que se distribuyen la mayoría de los bulos, de los medios que se deslizan por pendientes que ponen en cuestión sus principios deontológicos y también de los ciudadanos que comparten estas infamias y le dan crédito a las pamplinas más grandes.
La lucha contra los bulos, recrudecida desde 2016, merece pues una discusión honesta sobre un fenómeno que erosiona la confianza en las democracias, pero lo que ha hecho Pedro Sánchez no es avivar este debate, sino marcar una línea entre los buenos (todos aquellos que defiendan sus posiciones) y los malos que conspiran contra la democracia (todos los que defienden posiciones contrarias a la suya).
Este ejercicio de maniqueísmo funcionará en términos electorales para quien lo promueve, pues el relato del héroe que abandera la lucha contra el mal moviliza al electorado propio. Pero, en términos de calidad democrática, dista mucho de lo que se necesita.
Su guerra contra determinados periódicos nos adentra en un territorio incierto en el que se discute con naturalidad sobre cómo controlar a los medios de comunicación, una manera políticamente correcta de hablar de una censura que está muy alejada de los cánones propios de las democracias occidentales.
El estado de Derecho ofrece en España las herramientas necesarias para defenderse de una calumnia, un bulo o una infamia. Y la Unión Europea nos otorga ya un marco legal extenso para luchar cada vez con mayor eficacia contra estas falsedades.
Seguramente haya que hacer aún mucho más para combatir esta lacra, pero lo que es seguro es que la solución no pasa por desacreditar a los medios críticos, por amedrentar a los periodistas o por alentar una pelea fratricida entre periodistas de uno y otro ‘bando’.
¿Quién decide qué es un pseudomedio? ¿El Gobierno? ¿El Parlamento? Con qué alegría jugamos con los derechos fundamentales. La libertad de expresión es un derecho consagrado en nuestra Constitución. A ver si con este espectáculo político, se nos va a olvidar.