¿Recordáis las comparecencias virtuales ante el comité antimonopolio del Congreso de los Estados Unidos de cuatro de los tipos que han ayudado a cambiar el mundo en el que vivimos desde sus despachos de Google, Amazon, Apple y Facebook? Todos ellos de mediana edad y ataviados con los trajes oscuros, las camisas claras y las corbatas sobrias que uno se espera de los máster del Universo que aparecen en una de las novelas más sarcásticas de Tom Wolfe, ‘La hoguera de las vanidades’ .
La vestimenta convencional de los cuatro comparecientes sorprende porque se aleja de la imagen arquetípica de estos exploradores tecnológicos, emprendedores de sudaderas, camisetas grises y zapatillas deportivas que han hecho de la informalidad su seña de identidad. Y también nos muestra la transformación de estos jóvenes idealistas e irreverentes que iban a cambiar el mundo en ejecutivos entrados en la madurez que defienden sus posiciones dominantes en el mercado como si fueran Dorian Grays posmodernos.
Google, Facebook, Amazon y Apple han cambiado nuestra manera de entender nuestras relaciones personales y el modo en el que consumimos productos, bienes y servicios, cómo nos informamos y cómo nos entretenemos. Y, junto a las plataformas de streaming y los proveedores de banda ancha, se han erigido en nuestros intermediarios más recurrentes a la hora de relacionarnos y de comprar.
Las naciones pantalla
Estas plataformas y sistemas se han convertido en sí mismas en naciones pantalla, estados digitales al alcance de un click que marcan sus propias reglas del juego sin atender necesariamente a las normas comunes que regulan la vida de las sociedades democráticas. En la era post analógica, los países se siguen uniendo en instituciones y organismos supranacionales creados en el siglo XX para ordenar el tráfico mundial y dejar atrás conflictos enquistados que nos dejaron guerras y hambrunas, pero las verdaderas Naciones Unidas son estas naciones pantalla con las que nos sentimos más identificados que incluso con nuestros propios países o regiones.
Nuestra patria ahora tambien es un Iphone con las aplicaciones descargadas de Instagram, Facebook, Google Chrome o el último juego que nos instalan en la pantalla nuestros hijos. Y lo que más nos une mide no más de cinco, seis o siete pulgadas. Les llamamos teléfonos inteligentes, pero son ordenadores de mano con banda ancha para conectarnos con el mundo. En 2019, más de 5.000 millones de personas del planeta tenían ya teléfono móvil y 3.500 millones (algo menos de la mitad de los habitantes de la tierra) se habían inscrito en alguna red social para informarse, entretenerse y también comercializar y vender sus productos, bienes y servicios.
En España, un año después, durante el primer gran confinamiento, apenas salíamos para comprar al supermercado, pero nos veíamos las caras gracias a Meet, a Zoom y a Team y comprábamos en Amazon como si la empresa de Jeff Bezos fuera la tienda de desavío de la esquina. No había gente paseando ni apenas coches circulando, pero, si ponías el oído cerca del asfalto, escuchabas el sonido de la goma de las bicis de los riders autónomos que repartían comida y otros productos de no tanta necesidad a cualquier hora del día y de la noche.
Nuestra economía ya se mueve tanto por autopistas de cemento, raíles de ferrocarril y corredores marítimos como por redes de banda ancha y algoritmos. El principal intercambiador de información es el teléfono. El móvil está en el centro de todo y en todas partes. Lo dejamos cargando la batería en nuestras mesitas de noche, pero el resto del día está con nosotros. Nuestro reloj biológico también es digital.
Las nuevas guerras del futuro no necesitan campos de batalla ni nos obligan a dotarnos de misiles nucleares, aviones pilotados por drones y armamento convencional. Ahora requieren de ingenieros y programadores que diseñen las aplicaciones más útiles para ocupar nuestro tiempo y de expertos en ciberseguridad que nos ayuden a manejarnos en ellas y a protegernos de los ataques que nos llegarán. La desinformación y los virus cibernéticos son más importantes que los Pershing y los Tomahawks de las últimas décadas del pasado siglo.
Lo que importa ahora es ganar en esas pantallas. En las sociedades democráticas, quien se hace con ellas captura los datos de millones de usuarios, su capacidad de consumo y gran parte de sus decisiones económicas, sociales y políticas. En el caso de las totalitarias, como la china de esa suerte de capitalismo maoísta, se usa la inteligencia artificial desde el poder político para la consolidación de su régimen de partido único, de red social única y hasta casi de pensamiento único.
Para controlar a la sociedad ya no hay que poner un policía detrás de cada ciudadano. Es mejor seguir su rastro digital. Asustados por los avances en los sistemas de reconocimiento facial, los ciudadanos esconden sus rostros para que las cámaras no les detecten, como hemos visto en la revolución de los paraguas de la antigua colonia británica de Hong Kong, y borran las cachés de sus terminales. Pero la tecnología va por delante de las herramientas que protegen nuestros derechos fundamentales.
Estados Unidos y China se disputan el liderazgo político y económico, con Europa, Rusia y el resto de las naciones en calidad de espectadores secundarios. Y, al mismo tiempo, las grandes plataformas batallan por el dominio de la conversación social (Google y Facebook con sus respectivas filiales, pero también Twitter, Linkedin y el resto de redes sociales y canales de mensajería), el comercio al por menor de mercancías (Amazon, Alibaba), el entretenimiento (Netflix, HBO, Disney…), la venta de dispositivos móviles (Apple, Huawei, Samsumg) o la misma tecnología 5-G.
Las plataformas sociales son las plazas donde los ciudadanos conversamos, nos entretenemos y nos informamos en tiempo real y constante. Son los barrios virtuales. Y son rentables. Nos aportan tanto valor a quienes las usamos que reportan enormes beneficios a sus propietarios y accionistas. Pero estas plataformas apenas rinden cuentas a sus ciudadanos y huyen de la transparencia. Se asemejan a reinos feudales con mesas de ping-pong y máquinas gratuitas de bebidas en sus áreas de descanso. Han mutado en centros de innovación y cambio que celebran el arrojo inventor y creativo de sus padres fundadores y de sus altos directivos, pero también en lugares donde algunos de éstos se han comportado como villanos empresariales salidos de la mente de algún guionista de la Marvel.
A más visitas y más tiempo de permanencia, más dinero para la plataforma o la red. Estas plataformas nacieron libres de prejuicios, garantizándonos la eliminación de barreras y fronteras analógicas y anacrónicas y proporcionándonos una barra infinita de entretenimiento. Todo lo que quieras, cuando quieras. Y, casi siempre, gratis. Un estado libertario donde podíamos jugar al buen salvaje que disfruta de las dopaminas que generan los likes y la exposición gráfica de las vidas propias y de las ajenas. Un lugar para acercarse a los otros, pero detrás de una pantalla.
No supimos hasta más tarde que este vergel virtual, que nos vendieron en los noventa del siglo pasado desde Silicon Valley con la pomposidad de una ‘Declaración de independencia del ciberespacio’ , incluía también un vertedero con lo peor de la condición humana. Y que el homo digital que iba a disfrutar de las mejores condiciones de vida de la historia de la humanidad, gracias, entre otros factores, al gran esfuerzo innovador de estas empresas, iba a sufrir también una incertidumbre y una desconfianza acentuadas por el uso abusivo de estas redes y motores para acciones que iban contra las mismas reglas del juego de la democracia.
Primero comprobamos que algunos pioneros de la red acertaban cuando confesaban que si un producto era gratuito, el producto, entonces, eras tú. Luego averiguamos que las plataformas vendían masivamente nuestros datos para su uso en la elaboración de patrones psicológicos de comportamiento. Y, por último, descubrimos que estas plataformas estaban descuidando la verificación de los contenidos que se publicaban en sus redes y se habían convertido, con su desidia, en los mayores contenedores de noticias falsas de la historia de la humanidad. Estos ángeles caídos de la disrupción han demostrado tener demasiados cadáveres detrás de sus servidores.
Cazadores de clicks
¿Por qué? Quizás la causa reside en que su modelo es el de un negocio de volumen que necesita cifras ingentes de usuarios para lograr beneficios. Esta necesidad les hace adoptar una actitud farisaica: promueven el control de los contenidos que circulan por sus plataformas pero, a la misma vez, siguen promoviendo contenidos sensacionalistas o falsos que enganchan a las audiencias y les permiten acceder a más y más datos con los que refinan sus mensajes publicitarios personalizados, ya sean éstos de anuncios de agencias de viajes, de campañas políticas o de cualquier otra temática o sector. Un bucle adictivo. Y un negocio casi perfecto.
Las plataformas y las tecnológicas han cambiado en unas décadas lo que Gutenberg tardó siglos en cambiar con la invención de su imprenta a finales del siglo XV. Contienen el equivalente virtual de millones de bibliotecas de Alejandría y nos permiten acceder a ese conocimiento con unos cuantos golpes de clicks. No se trata, por tanto, de erigirse en luditas amenazados por la gran transformación ni como amish que añoran un pasado de granjas sin energía eléctrica. Esto no va de desconectar masivamente los móviles y la conexión a internet ni de resucitar el telégrafo, sino de regular esta nueva realidad en beneficio de la comunidad.
Esos conceptos tan manidos de la política digital, la economía digital y la sociedad digital han dejado de ser carcasas vacías o profecías propias de entusiastas de lo nuevo. Los ciudadanos los han interiorizado en un proceso que se ha acelerado por la disrupción del coronavirus de 2020. El director de Google para Europa, Medio Oriente y África, Matt Brittin, afirmaba a finales de este mismo año que se ha había acelerado en cinco meses lo que tendría que haberse implantado en cinco años.
Lo que no es digital, pierde relevancia. La inteligencia artificial sustituye o complementa la experiencia, la capacidad, el talento y la intuición de nuestros gestores públicos y privados. Y los resultados mejoran en todos los órdenes, cambiando nuestra manera de entender el trabajo, la movilidad, la educación o nuestra salud.
Pese a los augurios de un apocalipsis distópico y cenizo, vivimos más y mejor, trabajamos de forma más racional y nos entretenemos muchísimo más que nuestros padres y nuestros abuelos. Sus epidemias las pasaban conversando junto a unas velas y un fuego; las nuestras, las consumimos viendo series en Netflix y HBO y eligiendo entre una amplísima oferta de aplicaciones para hacer videollamadas con nuestros familiares y amigos.
Pero en estas plataformas también se juega una disputa crucial que causa estragos: la que busca la atención de unos ciudadanos saturados por una oferta de información, de ocio y de servicios que tiende hasta el infinito y cuya única limitación real es la capacidad de almacenamiento de nuestros dispositivos y las pantallas de televisión de nuestros hogares.
La guerra por nuestra atención
Las plataformas diseñan sus espacios para hacerlos cada día más adictivos para cuanta más gente, mejor, incluso a costa de convertir sus recintos digitales en parques temáticos donde se devuelve a los corrales el pensamiento crítico y complejo y se abren las puertas a todos los excesos imaginables, desde las exageraciones más simplonas a los discursos de odio y a las noticias falsas que convierten la plaza pública en bulocracias en las que las mentiras y las infamias ya no penalizan.
Los propietarios y accionistas de las plataformas son conscientes. Pero el problema requiere de más soluciones que las de un acto de contrición de los grandes popes de este capitalismo de plataformas, una expresión acuñada por el ensayista Nick Srnicek muy bien aceptada por todos los que se limitan a señalar pobremente que todos los males del mundo provienen del poder de los denominados neoliberales.
Si no se trabaja en una recuperación de la confianza que incluya a los representantes públicos, a las plataformas, a las empresas y a los mismos ciudadanos, las perspectivas empeorarán: crecerá la contaminación mediática, aumentará el volumen de noticias falsas y de titulares primarios de trazo grueso, se extremará la confrontación y la crispación que expulsará a los tibios, a los equidistantes y a los moderados, convertidos en los nuevos exiliados digitales, y el espacio será copado por las tribus ideológicas más agresivas.
Este pacto regulador no abre la puerta a ningún tipo de censura a quienes innovan y nos permiten vivir mejor gracias a sus propuestas empresariales, sino de reconocer los hechos. Estas empresas se han hecho tan grandes que sólo parecen responder ante ellas mismas. Si de los bancos se dijo durante la crisis financiera que eran demasiado grandes para dejarlos caer (y algunos cayeron), de estas plataformas podemos concluir que son demasiado grandes como para dejarlas que hagan todo lo que les venga en gana.
Las democracias emocionales
Ya estamos viendo las consecuencias sociales y políticas de este iliberalismo virtual. Los efectos secundarios que produce el modo tóxico en el que estas grandes plataformas han usado su poder. Estamos sustituyendo nuestra democracia más o menos racional, de la que podemos sentirnos orgullosos pese a todos sus defectos, vicios y debilidades, por una democracia centrada en las emociones.
En sí, que nos dejemos llevar por las emociones no es malo. El problema es qué tipo de emociones estamos primando ahora. Por qué nos dejamos embaucar por impactos fugaces como la indignación y el odio.
Los parlamentos de las sociedades democráticas y las instituciones globales tienen que establecer unas reglas de convivencia que permitan un uso más razonable de unas redes que han venido a cambiarlo todo.
Las plataformas deben asumir su papel de mediadores/editores y ejercer su responsabilidad para cerrar las compuertas y limitar la distribución masiva de mentiras, bulos e infamias, entre otras formas, seguramente desterrando el anonimato de las cuentas y persiguiendo con mayor credibilidad los ejércitos de bots y cuentas falsas.
Los medios tienen que recuperar su papel de verificadores de la realidad y dejar de vender sus posicionamientos editoriales a cambio de unos acuerdos publicitarios que, por lo demás, se están acabando.
Y, por último, los ciudadanos tenemos que aprender a consumir críticamente y con responsabilidad los contenidos que digerimos del mismo modo que aprendemos matemáticas, física, química o a dar los buenos días cuando accedemos a una estancia.
Ya no vale seguir comportándonos como autómatas a los que se puede controlar con una pastilla de la felicidad en forma de like, como si viviéramos en un país de pan y circo vanidoso en el que vale más ser influencer que ciudadano. Lo que nos va en ello es mucho más que el futuro de unos artefactos sociales. Lo que nos jugamos es nuestra propia concepción de la sociedad en la que queremos vivir en los próximos años. O nos imponemos reglas del juego para la conversación social y el mundo virtual o éstos se harán aún más incontrolables e irrespirables.
La democracia son reglas, códigos y jerarquías consensuadas para canalizar la convivencia y mejorar la vida de los ciudadanos. Nadie ha declarado una guerra en la sociedad de las naciones pantallas. Pero hay tantas víctimas colaterales que ya no podemos mirar a otro lado.
Los caudillos de internet ya no son esos chicos rebeldes que desafiaron las reglas para traernos un mundo mejor. Se han hecho mayores, se han acorbatado y nos han mostrado un lado oscuro que nos ha llevado a un estado de emergencia mediática que nos obliga a actuar. Hay que obligarles a cumplir las reglas que nos hemos impuesto como sociedad. Cuanto antes lo hagamos, antes saldremos del atolladero de toxicidad en el que estamos inmersos.
La entrada Por qué tenemos que frenar a los caudillos de internet se publicó primero en Juan Carlos Blanco.