Políticos: el mal uso del lenguaje nos va a pasar factura
El maltrato de la palabra degrada la conversación pública y contamina el espacio hasta hacerlo irrespirable. Y eso, siempre, tiene consecuencias.
Si te pidiera que pensaras en políticos actuales de tu generación que usan frases gastadas para esconder lo que piensan y esquivar el trago de reconocer que han hecho todo lo contrario de lo que han prometido, te iban a faltar dedos en las manos para contar el número de dirigentes que hacen uso de este lenguaje sin fondo.
Un número demasiado elevado de hombres y mujeres que participan del debate político han caído en la tentación del lenguaje esquivo para esconder la endeblez de sus ideas y la incoherencia de sus actos. La retórica vacía ha hecho escuela en una sociedad que ya no penaliza ni las incongruencias ni las mentiras.
Siempre se ha usado un estilo ampuloso, ambiguo y abstracto para negar una evidencia contraria a tus intereses y siempre se ha apostado por un lenguaje belicoso y simplón para dibujar una realidad que se entiende mejor desde el relato primario que nos divide entre los buenos, que son los míos, frente a los malos, que son siempre los otros.
Pero ahora estas tendencias se agigantan por la mudanza de la conversación hacia territorios digitales donde apenas se controla la veracidad de lo que se publica, donde gana el que es capaz de generar estallidos emocionales al mayor número de personas posibles y donde, por cierto, se multiplica tanto el impacto de las manipulaciones políticas como la velocidad a la que se distribuyen.
Dos lenguajes conviven en el día a día de la política. De una parte, un lenguaje de rasgos primarios, tosco, faltón y simple. Y de otra parte, otro de tono más relamido, que alarga las palabras, destila ambigüedad y se preocupa más por la forma que por el fondo: está más interesado en cómo suena lo que se dice que en el valor de lo que se afirma.
El lenguaje primario es el nutriente de las consignas incluidas en los argumentarios de partido, un recetario de usar y tirar en el día que se despliega en las intervenciones públicas de los dirigentes políticos y en las declaraciones que estos mismos hacen en las distintas plataformas sociales.
En tal sentido, su naturaleza es la de propia de una bandera falsa: puede parecernos un ejemplo de lenguaje sencillo, pero no lo es. Su uso no se destina a lograr que un discurso o una declaración sea más comprensible y accesible para todos los públicos, sino para lograr una adhesión aún más partidaria de los tuyos. Es la expresión de una conducta belicosa donde se confunde la confrontación de ideas con las peleas de gallos raperos en las que lo importante es ser más contundente y brillante que tu adversario. Es lo opuesto al ejercicio de la razón. Pero funciona cada vez mejor en una sociedad que condensa las ideas en vídeos de treinta o cuarenta segundos en una red social como Tik Tok.
El segundo de los lenguajes se acerca al peor de los estilos administrativos, pues copia de ellos su inclinación a lo confuso, al rebuscamiento verbal y a las frases rimbombantes que se suceden una tras otra. Este lenguaje voluntariamente alambicado les permite blanquear sus contradicciones y dulcificar aquellas cuestiones que no sean del agrado de la opinión mayoritaria. Las palabras, en este caso, sí cobran su significado, pero no por lo que significan en sí, sino por lo que de verdad esconden detrás de la sobredosis de eufemismos.
Estamos ante un bucle que puede ser virtuoso o tóxico en función de cómo se use. El lenguaje determina la calidad de la conversación pública y esta calidad de la conversación determina a su vez la calidad del sistema democrático (si es que vives en uno de ellos: si vives en una dictadura, el gobierno tiene el monopolio de la verdad y de las palabras).
Si el lenguaje y la conversación se ponen al servicio de la causa democrática, se usarán con transparencia para la discusión de los asuntos públicos y, cuando toque, para la rendición de cuentas.
Si se ponen al servicio de intereses partidistas o particulares, obstruirán la discusión honesta y degradarán la calidad ambiental de la comunidad. Se pasará, como ya ocurre, de la conversación al monólogo sin ida y vuelta, al diálogo de sordos y a los mensajes simplones.
Hoy, estamos ya más en lo segundo que en lo primero. Y lo podemos aceptar. Pero no está mal que asumamos que tiene consecuencias muy perjudiciales para nuestra salud social y política. Y cuanto antes lo entendamos, antes podremos actuar.
Estoy completamente de acuerdo contigo. El artículo hace un excelente análisis sobre el mal uso del lenguaje político, pero es necesario ir más allá y considerar otros aspectos fundamentales. Por ejemplo, la agresividad y los insultos que se utilizan para atacar a los oponentes, en lugar de discutir ideas y argumentos razonados. También es importante tener en cuenta la lejanía del lenguaje utilizado con la ciudadanía, ya que muchos líderes políticos parecen hablar a un público específico más que a la sociedad en general. Además, no podemos olvidar el papel que juegan los medios de comunicación digitales en esta situación, donde se comunica y se habla para obtener likes, shares y retweets, más que para generar un diálogo honesto y constructivo. Es hora de reflexionar sobre estos temas y encontrar formas de mejorar la calidad del lenguaje político y el debate público.
Cierto